martes, 2 de junio de 2015

Quizá algún día volvamos a reencontrarnos

¿Cómo se vacía el saco de la tristeza? Cada lágrima derramada, ¿lo llena o lo vacía? ¿Cuántas son necesarias para respirar sin romperse? No fui capaz de escribir nada en el aniversario de tu muerte, hijo, ni mis dedos fueron inmunes a tanta parálisis. Nuestras vidas se detuvieron aquel día, ahora hace poco más de un año. Y no sabemos cómo volver a iniciar el camino, ni siquiera cómo seguir el que andábamos entonces.

Es muy difícil explicar cómo sucede la transmutación por la cuál cuando tu hijo muere sientes una desorientación tal que es como si te hubieras muerto tú mismo. La vida que llevabas deja de tener sentido, como si la vida que se ha ido y sus planes vitales se lo hubieran llevado todo. ¿No será que cuando un hijo va a nacer, por una magia especial, hace que sus padres se hagan cargo de recorrer el camino que él tiene que recorrer, de forma que si se muere los padres sienten que de pronto despiertan en un mundo terrible y totalmente desconocido, sin rumbo que seguir?




Somos muy afortunados de que tuvieras una hermana mayor. Ella es la que nos ata a la vida, nos arrastra hacia la risa de nuestros labios, pese a lo acartonados que están por las sombras de las noches sin dormir y la sal de las lágrimas que los bañan tan a menudo. Ella nos empuja hacia su rumbo, para que tengamos un camino que andar, aunque sea medio sonámbulos, hasta que despertemos. A veces creemos que ya estamos despiertos y vienen de pronto otros días de insomnios llenos de pesadillas de aquel día, llenos de tu ausencia feroz.

Somos muy afortunados de estar vivos los tres, al mismo tiempo, y juntos los tres, y sanos los tres. De momento. El miedo a la muerte es ya una parte consustancial a nuestra vida, tanto como la exaltación de cada nanosegundo de vida que disfrutamos. Vivos, juntos y sanos. Ése es el mantra que nos mantiene cuerdos, pese a la locura que en nuestros corazones se desató con tu muerte.

Hoy quiero decirte adiós, hijo mío, con el alma rota al escribir esas palabras. Adiós y que seas feliz en tu planeta invisible. Nunca concebí que se pudiese querer tanto a alguien a quien sólo sostuve en brazos durante tan poco tiempo. Aquellos nueve meses que pasamos siendo un cuerpo viviendo al mismo compás, uno dentro del otro, jamás podrán ser olvidados, y la huella tanto física, pues sé que llevo y llevaré cromosomas tuyos tal vez el resto de mi vida, como emocional o intelectual, es imborrable. Pero necesitamos, necesito, soltar tu mano, para dejarte ir aunque nunca te olvide, para poder seguir el camino hacia la vida sin ser arrastrada a cada momento hacia la muerte.


Sé que este adiós no curará mi dolor, sé que no será la solución a tanta tristeza. ¿O sí? Pero sí creo que es el paso que debo dar aunque no quiera. Es el paso que no quiero dar aunque deba. Es el paso que me da tanto vértigo, porque duele tanto como tu misma muerte.


Adiós, querido hijo. No de mi vida, no de mi recuerdo, no de nuestra familia, sólo adiós para que descansemos en paz, para que descanses en paz, para cumplir tu deseo de que no sufra tanto, de que no sufra más, de que ya pasó y no tiene solución.

Quizá algún día volvamos a reencontrarnos. Si no fuera así, gracias por el tiempo compartido, los sentimientos que me regalaste, las enseñanzas que me trajiste. Gracias por germinar en mí, por llenarme y por nacer de mí. Gracias por todo lo que me has dado.